Hernando no tenía cabeza. Pero como nadie jamás se lo dijo, nunca lo supo.
Nació sin ella, arrebatándole la funcionalidad de su periodo de dilatación a una madre que se horrorizó al verlo. Los médicos, estupefactos al escuchar llorar a un niño sin cráneo, lo incubaron y lo examinaron conscientes de estar ante un fenómeno natural. Y su padre, que aún no se atrevía a mantenerle la mirada mucho tiempo, custodió su incubadora durante tres largos días. Cuando el personal médico se presentó ante ellos, le expusieron que Hernando podría inexplicablemente llevar vida corriente, pero que no esperaran que floreciera una cabeza de aquel agujero que tenía por cuello. Sus sentidos, totalmente funcionales gracias a unos órganos apretujados en la zona torácica, le podrían proporcionar una existencia tan normal como el acostumbrarse a mirar eternamente solo aquello que estuviese sobre sus hombros le permitiese.
Por esto, y porque quizás su propio amor paternal los forzó irremediablemente a amarlo sin condiciones, los padres de Hernando nunca le dijeron que no tenía cabeza.
En sus años escolares, Hernando llamó la atención por su falta fisiológica, pero por nada más. Sus aficiones simples, conversaciones normales y su curiosidad juvenil innata no lo distaron de otros niños. Fue educado en la corriente de pensamiento de su época. Hizo travesuras y tuvo logros académicos. Comenzó a interesarse en algunas cosas y aburrirle otras. A hacer amistades y rivalidades. Y nunca se diferenció a nivel real de ningún otro niño.